Como no podía ser de otra forma, cuánto más a gusto me sentía con la frialdad que recorría mis venas, más pronto llegó aquello capaz de hacerme arder.
El nacimiento de la ilusión es un espectáculo sangriento, los bulbos de la esperanza brotan inclementes, abriéndose paso por la coraza de carne y hueso del cinismo.
Los caballos de la esperanza corren desbocados por las llanuras de mi corazón, el espectáculo es maravilloso, refrescante y cálido, pero me inquieta pensar en los rifles de la realidad, ajustando la mira para acabar con ellos.
Duele deliciosamente que mi piel se erice y se estremezca al sentir sus manos, duele que mi corazón cante al contemplar sus ojos, y lo que leo en ellos. Duele sentir el clamor de mis entrañas por tenerle en mi interior, el despertar de la voracidad del animal perezoso y temeroso en el que se había transformado mi libido.
Temo, y espero, temo el golpe que será nuestro final, ese golpe inexorable es la única certeza. Será muerte, traición o decepción, lo sé, como siempre, y yo me quedaré a recoger los trozos rotos de las pocas esperanzas que sobrevivan.
Aún así, no puedo acallar el canto de mi corazón. No puedo contener el impulso de mi cuerpo al sentirle, de mi anhelo cuando no está, o de la humedad sedienta entre mis piernas. Aún a pesar de la certeza, no puedo evitar susurrarle palabras de amor y creerme las suyas. Aún a pesar de los vaticinios y la experiencia, le quiero, quiero el instante de momentáneo placer compartido, aunque deba asumir su inmenso precio después.
Tal vez no he aprendido nada. Me resisto a que la lección de esta vida sean la desesperanza y la desconfianza absolutas, a pesar de lo que se me ha enseñado me niego a creer que en este mundo los hombres no puedan amar.
Estoy agotada. Ojalá necesite solo una última lección.