Lost beyond the stars,
La prueba de vida de la esperanza,
Es fácil olvidar en un mundo nuevo, los recuerdos no encuentran tantos lugares a los que asirse, y entonces no tienen más opción que desvanecerse.
Hoy soy débil.
Hoy extraño,
acostada en esta cama que compartimos, que compartí con los hombres cuyo nombre
sí es recordado, pero que nunca se había sentido tan amarga.
La cama, su olor olvidado
en la mesita de noche, las plantitas que se han hecho robustas, el cajón vacío,
cuya existencia es poética en sí misma.
Los recuerdos me aplastaron.
Mi racionalidad
no duda, este es el mejor camino, es el mejor paso en mi viaje, soy afortunada
por haber esquivado una bala que hubiera sido mortal.
No es duda, es anhelo.
Un anhelo tan
profundo que se hace desesperante, una sed tan acuciante que supera a todas las
demás, una necesidad visceral y urgente.
Es un deseo apremiante
que no puede ser cumplido.
Es el capricho
por lo imposible.
Nada ha cambiado, nada cambiará, nadie queda aquí… Pero cada día duele más.
No hay orgullos que preservar, no quedan apariencias para guardar.
Al fin y al cabo, nadie queda aquí, a nadie le escribo, y estas letras, como
siempre, solo serán un recordatorio de los senderos que he transitado, de las tierras áridas por las que divaga mi espíritu.
La rabia se ha desvanecido, pues no es un sentimiento que encuentre su hogar en mi.
Y el pesar ha sido abrumador.
Aún lo es, y tendré que bajar al último de los círculos para
poder deshacerme de él.
Mi temor al fracaso siempre ha sido apabullante, casi inmovilizante.
Soy una de esos ególatras que le teme tanto al fracaso que no se esfuerza
totalmente, pues hacerlo y aún así fracasar, resultaría intolerable.
Me esforcé al máximo, quise tanto la ilusión que por primera
vez dejé toda mi piel en el fragor de la batalla.
Y fracasé.
Sé muy bien que fue una falta de juicio y no una falta de esfuerzo.
Pero no hay nada en este mundo que no hubiera dado por él.
Aún la romántica empedernida que habita dentro de mí no
puede comprender que simplemente, el amor no es suficiente.
Aún guarda la esperanza irracional de retornar al lugar en
el que fue feliz, y por más hermosa que le parezca esa ilusión a mi espirítu desesperanzado, he de aplastarla.
El problema siempre ha sido la esperanza, el exceso de fe en
un dios falso, que en la realidad apenas alcanza a ser un humano.
El amor debería serlo todo, debería bastar para todo, pero
lo cierto es que no es nada en el final de los finales.
He de enfrentarme a aquello que temo aún más.
“En mi habitación,
duerme una suicida.
Duerme pequeñita,
duerme”
Los canticos han de terminar, ese trance soporífero en el
que la he mantenido sumida.
He de despertar a la pequeña suicida encerrada en mi mente.
Ella es la primera de todas nosotras, y todas hemos sido sus
carceleras.
Proclamo mi amor por la tristeza, pero siempre he amado a esa tristeza cómoda y hermosa que camina flemáticamente a mi lado
sin molestarme, pero acompañándome, aquella que escribe conmigo poemas, que me
enseña nuevas lecciones, y cuyos pequeños rasguños me causan placer.
Es momento de enfrentarme a la tristeza real, de la que
escapo a cada instante, de sentarme frente a ella y mirar a sus ojos inmensos y
abismales, de sumirme en la pegajosa brea que es su inmensidad.
Debo llenarme de ella, dejar que me toque y me invada, que
pase cuanto quiera por mí, sostener la respiración y esperar salir del otro
lado, pues resulta necesario para aprender la lección.
He de despertar a la pequeña suicida, precursora de todas, a
aquella que guarda en sí la tristeza real y asfixiante de la que hemos huido
por más de una década.
He de sentarme a su lado y escucharla por fin, he de
acunarla en mis brazos y mostrarle el mundo agonizante en el que vivimos, con la esperanza
de que desee quedarse en él.
Hemos de conversar, pues la siento cerniéndose sobre mí, siento
su gigantesco peso posándose sobre mi pecho, sin dejarme respirar.
Es solo una niña, que ha estado dormida demasiado tiempo.
Pero ha existido siempre.
Fortaleciéndose con mi miedo.
Por primera vez no estoy agobiada con la vieja sed, urgente y perpetua.
Siento una nueva, y muy antigua, despertándose. No es la sed de la cazadora, no es la sed de la amante, no es la de la hedonista, ni la de la puta.
Siento la sed de la bruja invadiendo mi boca, siento el llamado de la madre en el lugar más hondo de mi memoria.
Siento la caricia de las mujeres que soy y he sido, curándome.
Nada de ti en mi, nada de mi en ti.
¿Acaso el monstruo intenta aliviar la consciencia
de la que carece?
No tiene ninguna importancia, pues nunca pudo entender el sentimiento.
Nunca creyó en él.
Pero existe.
Nunca lo entregado fue tan puro, y nunca lo puro fue tan
profanado.
Nunca la esperanza fue tan ciega, ni el corazón tan ingenuo.
Nunca la bruja fue tan esposa.
Y nunca fue tan poco merecido.
Sorprendente, aún recuerda.
Igual que yo.
La verdad es que aún pienso en
mi Hombre, aún le extraño infinitamente. Aún pienso en sus ojos, en sus manos, en sus palabras y la cadencia de su voz, en su pecho y como se sentía
acariciarle, en el refugio de sus brazos y la plenitud de dormir a su lado, en la ausencia del insomnio gracias a su presencia.
Pienso en la vida junto a él, en
la comunión de nuestros cuerpos, en la calidez de nuestro hogar.
Recuerdo la honestidad que
había en sus palabras, la generosidad que habitaba en su corazón, el amor que
reflejaba su mirada. Que crédula fui.
Tal vez siempre sea suya.
Soy una viuda, Mi esposo
simplemente dejó de existir.
Ahora me doy cuenta de que mi
espíritu ya se había unido a él de forma irremediable, mi corazón se casó con
él sin esperar a las formalidades.
Por eso mismo el amor que vive
en mi es el de la viuda.
Existirá para siempre, amaré
siempre a mi Hombre, amaré los recuerdos a su lado, y extrañaré el Consorcio de
Vida que nunca tuvimos, pero que tanto llegué a querer.
Extrañaré incluso el deseo y la
urgencia por la realización de mi propia fertilidad.
Mi amor será para siempre
Mi hombre no lo fue.
Le amé tanto, de una forma
impactante, tan completa y absoluta. Amé todo lo que era, amé sus ideas, sus
palabras, sus juegos y risas, amé cada centímetro de su cuerpo, amaba sentirme
inundada por su presencia. Amé incluso al monstruo, cuando creí que me amaba
también.
Su ausencia es asfixiante, pero
no hay nada que pueda hacer, y he comenzado a acostumbrarme a ella. Él ya no
existe en este mundo, es un cadáver más que tendré que llorar, y que solo
habitará en mis recuerdos.
Sigo mi camino con la mirada
alta, pues hice todo lo que era posible hacer, defendí mi felicidad hasta
agotar todas mis fuerzas y todos mis recursos, no me arrepiento de nada, no
tengo ninguna deuda.
Pero perdí, perdí tanto que aún
no termino de cuantificarlo. Siento la ausencia de todas esas partes de mí
misma que nunca habían sido dadas y que ingenuamente entregué, pensando que
siempre las tendría en el lecho junto a mí, y que ya no pueden recuperarse.
Todos esos eventos que creí que
fueron tan únicos y tan nuestros, y que ahora están mancillados por la
realidad, por la certeza de que no existe nada único para el monstruo, de que
nada es sagrado para él.
Felizmente hubiera caminado
junto a ese monstruo toda mi vida, felizmente lo hubiera refugiado y calmado
siempre, si nunca se hubiera vuelto contra mí.
Que no haya confusiones,
lector, el monstruo no es mi hombre, es otro diferente. No siento amor por él,
no le debo nada, no le he hecho ninguna promesa... Que no se atribuya la bestia
un amor que no es suyo, que no hace parte del mundo en el que existe.
Leo sus palabras con curiosidad
y avidez, y a veces veo en ellas los ecos de aquello a lo que amé. Pero son
solo eso, ecos, que se desvanecen cada vez más a medida que el tiempo pasa.
Hoy me he tomado el tiempo de
leer su pasado, y tal y como me pasa cuando veo su futuro, sentí una compasión
inmensa. Nunca va a ser lo que quiere ser, porque no quiere ser nada realmente.
No es solo mi monstruo, es un
monstruo también para si mismo.
El hombre que amé jamás
regresará a mí, pero tal vez pueda encontrar el camino de vuelta a sí mismo, a
su monstruosidad, y logre diluirla.
Pienso...
Todo lo que pudo ser y no fue.
Todo lo que si fue y me
arrebataron.
El talismán sagrado al que me vi
obligada a renunciar.
Todo está perdido, todo se ha
acabado. Pero las palabras siguen siendo tan ciertas hoy como lo fueron en el
último mensaje de amor.
La compasión que hay en mí no
es la del amo, no es la del dueño, ni la de la esposa. Es una compasión
dirigida a un ser de otra especie, que sigue replicando comportamientos que le hacen infeliz, que arrasa y deja a su paso daño y ruinas.
Yo me hice mortal, exhibí mi
parte más débil y blanda, y ahora pago el precio.
Pero ni yo misma sabía las
cosas tan hermosas y prístinas que podía llegar a entregar mi corazón, no sabía
que podía darme a mí misma de una forma tan absoluta. Fue un gran aprendizaje
descubrir que podía llegar a sentir con tanta intensidad.
La capacidad de amar es un
triunfo y un placer en sí mismo.
Uno que tal vez no pueda ya
llegar a sentir en semejante magnitud.
Pero eso no le preocupa a la
deidad, la mortal está muriendo junto al hombre que amó, y la Diosa se
despierta de su letargo, para ser amada y no para amar. El sufrimiento de los
mortales, incluso el de la mortal que fue, es irrelevante para ella.
Ya no me odio por extrañarle, pues no extraño al ser cruel y egoísta que me destrozó, no quiero de vuelta a la criatura despreciable y contaminada, no le extraño a usted... Extraño aquello que merece ser extrañado, al hombre que tan feliz me hizo, junto a quien construí una vida por más corta que haya sido.
Extraño al Dios Liber, que satisfacía como nadie a mi Diosa Eris.
Pero incluso ahora, en la admisión de mi anhelo, la voz realista en mí enumera todas las razones por las que lo que fuimos hubiera terminado de todas maneras.
Tal vez el autoengaño también sea una virtud.
Lo creí.
No entenderían mis procesos los espiritus inferiores.
El motor es el odio a mi misma. No le odio. Ya no queda ningún sentimiento en mi para usted, más que la compasión.
Ha borrado su existencia en mi mundo, no se puede odiar lo que no existe.
Los recuerdos permanecerán siempre, las lecciones aprendidas no se perderán, y la vida en el 206 no será olvidada. Pero su nombre se lo llevará el tiempo, y ni yo, ni aquellos que caminan conmigo, lo recordaremos nunca más.
No habitará en mis recuerdos más que una sombra, la imagen difusa de un monstruo, el recuerdo casi olvidado de un sueño que se convirtió en pesadilla.
No seré puerto, no seré refugio, no seré confidente. No se puede estar ahí para un ser que no existe.
Y con su inexistencia ha llegado el fin del hechizo.
El collar de Schrodinger ya no es tal, ahora es una simple alhaja, encerrada en un bolsillo, esperando a ser enviada a un lugar que ahora es desconocido.
No hay nada ya que rodee mi cuello.
Siento pena por todas aquellas que vendrán después de mí. Por esas que no podrán esquivar la bala.
Aún no sé si yo misma la he esquivado.
Pero lo siento.
Incluso mi cuerpo me advertía, con su malestar, de la monstruosidad que me miraba a traves de los ojos del amante.
Ya no habrán más monstruos, mi piel no volverá a ser horadada por las garras afiladas y mi sangre no volverá a ser bebida por aquellos sedientos de la vida de la que carecen.
Mi cuerpo será limpiado y purificado, la piel blanca será inmaculada de nuevo.
Los ritos de paso han comenzado.
El odio es un
motor poderoso. Y yo siempre he estado llena de contradicciones.
Puedo sentirme
tan estimulada por el amor como por el odio, por la sed como por la satisfacción.
No extraño a un
extraño. Un ser extraño, a quien sería imposible extrañar, es el que existe
ahora en la piel de alguien que amé, y que se ha ido.
Los recuerdos aún
quedan incólumes, inmaculados. Extraño a quien habita en ellos, me extraño a mí,
cuando también los recorría.
Y ahora tengo que
contaminarlos, tengo que ensuciarlos con asco, inyectarlos con rabia y engaño.
El único camino
es a través.
Y todo quedará
destrozado.
Pero he estado aplazando
mi salida, afuera llueve y aún no quiero mojarme.
Me invadirá la
sed, me invadirá la fiebre de la caza cuando mis entrañas palpiten, correré sin
mirar atrás y mi único deseo será purificarme con la lluvia.
Pero esta noche
no es esa noche, y está bien. Esta noche me regodeo en la tristeza de los
recuerdos felices, impolutos y falsos.
Acabará.
Me siento total y absolutamente agotada. Estoy cansada de luchar batallas perdidas, por cosas equivocadas.
Mi naturaleza
rebelde se rebela incluso ante mí misma.
Lo sacrifico todo
en nombre del placer y de la felicidad momentánea. Puedo sacrificar mi cuerpo,
mi corazón, mi tranquilidad.
Todo, en nombre
del próximo orgasmo, del próximo te amo, del siguiente idilio que satisfaga a
la romántica idealista que llevo adentro, esa que se ve en la necesidad de
autoengañarnos, para pensar que en este mundo inhóspito puede florecer el amor
duradero.
Este mundo inhóspito
que me habita. No en el que habito yo.
El mundo inhóspito
de mi alma, ese mundo inhóspito que me odia, y que me fuerza a arar y cosechar
en tierras estériles, que disfraza los pantanos como blandas sábanas y los
pequeños placeres que ofrece el suelo yermo como grandes y abundantes festines.
El mundo inhóspito
de mi aceptación, de mi resignación, de mi cinismo, de mi pasivismo, de mi
masoquismo. El paisaje desierto, con las huellas de lo que alguna vez estuvo
ahí.
De todas esas partes
que me he arrancado, y he dejado a lo largo del camino. Todas me faltan, pero
son de otros ya.
El agujero que ha
dejado esta nueva parte arrancada sanará, se convertirá en cicatriz, y habrá
hecho el panorama más desierto, más desolado.
Busco, siempre busco y nunca encuentro. Porque no quiero encontrar. Porque huyo y escapo, porque camino entre senderos de cuchillos, sorprendiéndome cuando me cortan, porque la tragedia es mucho más estimulante, escribe mejores historias, es la más grande de las maestras.
La felicidad
eterna, sin dolor, se haría absurda.
Y también hay
belleza en las cicatrices, en el panorama yermo y agreste, en la brutal
honestidad de la consciente esterilidad.
No existe un balance
entre mis placeres y mi autopreservación.
Un día moriré
en un último frenesí de placer.
A veces extraño el calor del amor juvenil, la inocencia que nos embargaba, la esperanza que creíamos que se realizaría, todos los planes que nos atrevimos a pensar para que después la vida los destripara año con año, hasta convertir la realidad en el extremo más opuesto de esos sueños que compartimos.
Nunca nada se ha sentido como el amor del Hombre Dragón, muchos amores han sido más cercanos, más sinceros, más satisfactorios… Pero ninguno ha sido tan inocente, tan lleno de promesas eternas y de amor puro.
Era un tiempo en el que la eternidad parecía algo posible de prometer.
Supongo que nada es como el primer amor.
Ahora el amor es cínico, es descarnadamente honesto, es limitado y condicional. Es real y sincero, si, pero también es duro e incierto.
Recuerdo también la rabia y el dolor, tan profundos, asfixiantemente dolorosos. Recuerdo las lágrimas que derramé cuando la primera cortina cayó y el Hombre Dragón me hirió, a pesar de que he vivido tragedias mucho mayores, no logro recordar lágrimas tan abundantes, tan dolorosas y tan continuas como esas.
Adelgace 10 kilos en ese tiempo…
Ahora la rabia y el dolor parecen lejanos, y tan agotadores que creo no poder sentirlos de verdad nunca más, incluso las emociones más desagradables parecen insulsas comparadas con los sentimientos de la época de la inocencia.
Ahora no queda nadie inocente en este lugar, aquí solo habita la criatura cínica y endurecida, la que aun amando duda, cuestiona, planifica, se prepara para un desenlace no querido.
Soy más honesta, claro, mi voluntad es más fuerte y ahora mis emociones me obedecen y se doblegan ante mi, cuando yo apenas me molesto en notar su presencia.
Sin embargo, extraño la apertura de la ilusión, los ojos que brillaban al ver un horizonte prometedor, sin saber que la vida es demasiado cruda como para sobrevivirla con ilusiones vanas.
Me erijo con orgullo en mi cinismo, en mi escepticismo que disfruta dudar de todo, en mis consejos nihilistas y descorazonadores. Amo la honestidad que me lleva a abrazar de forma consciente lo decadente de mi misma, lo doloroso y lo imperfecto que me ofrece el mundo.
Me miro al espejo viendo como el paso de los años ha cambiado mi reflejo, solo veo el rostro endurecido de la cínica, los ojos apagados de la escéptica, y ni un rastro del amor puro, de la inocencia del pasado… Ni un ápice de la Niña Mar que amó tanto a su Hombre Dragón.