domingo, 7 de abril de 2024

Arrepentimiento

Las mujeres suaves, entregadas y femeninas solo pueden existir en un mundo seguro.

Quien me conozca, sabrá, que grito no arrepentirme de nada, que muestro orgullosamente las heridas que me han deshecho, y hecho. Y como siempre, la vida me obliga a tragarme esas palabras, con regusto a bilis.


Me arrepiento, como me arrepiento. He llorado lágrimas amargas junto a una tumba, lágrimas de arrepentimiento y de culpa, como dije que nunca iba a hacer.


Si, tomé la decisión equivocada y me arrepiento del tiempo perdido con quién importaba, no tengo a nadie más que a mi para culpar por ello, y lo dejo pasar.


Pero más que nada, el arrepentimiento ha llegado con la rotura de paradigmas, con el inventario deprimente de las estructuras de mi filosofía que han quedado en pie. 


Creí que podía dar a manos llenas todo lo que sentía que tenía de más, porque estaba convencida de que era infinito. Me sentí tan soberbia en mi creencia que encontré almas perdidas, que no tenían fé, y las bañé en mis certezas para que nunca más desconfiaran.


Si, por un tiempo les convencí. Era insoportable para mí escucharles hablar de su duda al amor, a la lealtad de las mujeres, y quise enseñarles como no era verdad, como yo podía cambiar su visión del mundo, como el amor era infinito y resiliente, y lo podía todo. Ja.


Ingenua.


Me despedace, me exhibí, me arrastré y me marchité, todo para demostrar un punto, todo para tener razón.


Y ahora, ahora me doy cuenta de que la razón la tenían esas almas, que vivían en un mundo sin amor y sin lealtad, que por ello y como aquellos hombres encadenados en la caverna, era lo único que conocían en el mundo. 


Fue aterrador aquel momento en el que me sentí dentro de esa caverna, en el que sentí como las cadenas de la traición y del dolor me restringirian para siempre. Fueron aterradores los instantes en los que pensé que no existe el amor de los hombres, ni su lealtad, ni su bondad.


Ningún universo fue peor como aquel en el que creí que todo mi amor, mi lealtad, mi confianza, mi fé y mi entrega se habían agotado, y no existirían nunca más. 


Afortunadamente entendí que mi hogar no es la caverna, sólo si me quedo en ella me veré obligada a sucumbir ante sus creencias, en la caverna de estos seres no existen las emociones elevadas, y fue soberbio de mi parte querer enseñarles del calor del sol en el rostro, o del rocío entre los dedos de los pies, pues es algo que no existe en su mundo.


Un pequeño niño terminó teniendo mucha más razón que yo, y me enseñó de la perversión en todo lo que creía cierto. 


Me arrepiento de haber agotado mis reservas de fé e incondicionalidad convenciendo a otros, a unos que no pueden ni deben ser convencidos, pues sus ojos solo están adaptados a la oscuridad.


Uno murió con la certeza del amor, en su lecho de muerte y viéndome a los ojos, entendió por fin que le amaba. Otro, creyó en él solo mediante el dolor en mis ojos y la sangre en mi pecho, lo convencí de la existencia del amor cuando elegí mi amor por él, antes que mi amor por mí.


Si ese es el amor, tampoco ya creo en él.


Al final, se trata más de capacidad que de intención. No todos tenemos la misma capacidad y talento para el amor.


En mi mundo, en el que el amor es el agua, yo soy solo un pez que fluye.


Pero existe otro que es como el aire, otro que también es infinito, una de aquellas fuerzas y conceptos que acuden en mi rescate en los momentos en los que los necesito. Un viejo amigo, amado y temido.


El odio también es infinito, y es balsámico.


Me despido de mi blandura. Incluso la suavidad de mis carnes está desapareciendo para ser reemplazada por los músculos de la independencia, que me permiten llevar mis propias cargas sin ayudas interesadas. La fortaleza y dureza del cuerpo me han traído recuerdos olvidados.


Tal vez la era de la cobardía ha terminado. Tal vez sea tiempo de abrazar la violencia.

miércoles, 3 de abril de 2024

Funeral II

Hoy es un buen día para un nuevo funeral, el de una identidad más del ser innominado e infinito que soy. Eris ha muerto. Eris, la perra sedienta doblegada por su propio deseo ha muerto, y su muerte ha sido un alivio, pues ahora me doy cuenta de que hace mucho recibió su estocada mortal, y sus gemidos agónicos eran el ruido de fondo de mi angustia. El silencio es un bálsamo.

La diosa, por supuesto, perdura y florece.

No puedo exigir de vuelta lo que libremente dio Eris, no puedo castigarla por sus celos injustificables, no puedo borrar de las memorias y de los ojos indignos la visión de su cuerpo y su entrega, no puedo hacer nada frente a la infinita falta de vergüenza de aquellos que usan esas visiones, como si aun la tuvieran. No importa ya, porque ese cuerpo mancillado no es mío más, y es un carroñero quién aún se alimente de él.

Compadeceré a aquellos olvidados que, bajo el manto de la oscuridad, nunca dejarán de desearla.