jueves, 22 de octubre de 2020

Lamento mortuorio

 Lloro por todos mis muertos, mis bolsillos están cargados de sus pertenencias, de alguna cosilla insignificante que ahora encierra mundos enteros.


Cada vez hay más muertos pero menos lágrimas, la carga de tantas muertes ha logrado que la vida se convierta en un camino tortuoso e incierto. 


Tres fantasmas marchan sobre mis huellas.


El amigo querido, el hermano, la certeza de que incluso la lealtad más férrea desfallece sin quererlo, que incluso aquellos que más aferrados están a la vida, pueden verse obligados a abandonarla. El alma gemela que reclama una promesa que no pude cumplir, y aun así me observa con benevolencia y lastima, pues a pesar del esfuerzo, jamás logré replicar nuestra confianza.


El padre, la presencia fuerte y masculina que me enseñó lo que era estar, lo que era sentirme segura en su presencia, aquel que siempre estuvo, que siempre contestó a mi llamado, que me educó sin ninguna pretensión, sin ninguna exigencia. Que nos dio un periodo dolorosamente feliz, pues jamás se repetirá. El que también falló sin quererlo, el que lo hubiera dado todo por no faltar.


Y el torturador, el maestro, aquel cuya esencia me llamaba, el amor fatuo y kármico, el necesario tormento que dejó a su paso más lecciones de las que puedo comprender, el que me dio tanto como pudo y a quien quise darle todo, pero no le di nada. Sus ojos oscuros aún aparecen en mis sueños, insondables, y aún puedo ver su mano entrelazada con la mía, puedo sentirlo, y llorarlo.


Los lloro a todos, con las lágrimas más amargas, pues expresan la pérdida real, absoluta y definitiva, no solo de esos tres hombres tan amados, sino de la persona que fui, que los amó, y que ha dejado de existir.


Ya no soy la amiga, ni la hija, ni la masoquista, ya no soy la compañera, ni la consentida, ni la víctima. Con su pérdida perdí también las identidades que ellos conocieron.


Sus fantasmas me persiguen, no por odio, asuntos inacabados ni por deseos de atormentarme, me persiguen para olfatearme, para observarme, con el deseo de ver a la mujer que conocieron. Y siento como la frustración fría de sus espíritus se asienta, siento los bufidos espectrales que emiten al ver en lo que me he convertido.


Esas tres mujeres no existen, cada una murió junto a ellos, y ahora soy solo un cascarón, que, como siempre, encontrará otro espíritu para devorar.