No hay orgullos que preservar, no quedan apariencias para guardar.
Al fin y al cabo, nadie queda aquí, a nadie le escribo, y estas letras, como
siempre, solo serán un recordatorio de los senderos que he transitado, de las tierras áridas por las que divaga mi espíritu.
La rabia se ha desvanecido, pues no es un sentimiento que encuentre su hogar en mi.
Y el pesar ha sido abrumador.
Aún lo es, y tendré que bajar al último de los círculos para
poder deshacerme de él.
Mi temor al fracaso siempre ha sido apabullante, casi inmovilizante.
Soy una de esos ególatras que le teme tanto al fracaso que no se esfuerza
totalmente, pues hacerlo y aún así fracasar, resultaría intolerable.
Me esforcé al máximo, quise tanto la ilusión que por primera
vez dejé toda mi piel en el fragor de la batalla.
Y fracasé.
Sé muy bien que fue una falta de juicio y no una falta de esfuerzo.
Pero no hay nada en este mundo que no hubiera dado por él.
Aún la romántica empedernida que habita dentro de mí no
puede comprender que simplemente, el amor no es suficiente.
Aún guarda la esperanza irracional de retornar al lugar en
el que fue feliz, y por más hermosa que le parezca esa ilusión a mi espirítu desesperanzado, he de aplastarla.
El problema siempre ha sido la esperanza, el exceso de fe en
un dios falso, que en la realidad apenas alcanza a ser un humano.
El amor debería serlo todo, debería bastar para todo, pero
lo cierto es que no es nada en el final de los finales.
He de enfrentarme a aquello que temo aún más.
“En mi habitación,
duerme una suicida.
Duerme pequeñita,
duerme”
Los canticos han de terminar, ese trance soporífero en el
que la he mantenido sumida.
He de despertar a la pequeña suicida encerrada en mi mente.
Ella es la primera de todas nosotras, y todas hemos sido sus
carceleras.
Proclamo mi amor por la tristeza, pero siempre he amado a esa tristeza cómoda y hermosa que camina flemáticamente a mi lado
sin molestarme, pero acompañándome, aquella que escribe conmigo poemas, que me
enseña nuevas lecciones, y cuyos pequeños rasguños me causan placer.
Es momento de enfrentarme a la tristeza real, de la que
escapo a cada instante, de sentarme frente a ella y mirar a sus ojos inmensos y
abismales, de sumirme en la pegajosa brea que es su inmensidad.
Debo llenarme de ella, dejar que me toque y me invada, que
pase cuanto quiera por mí, sostener la respiración y esperar salir del otro
lado, pues resulta necesario para aprender la lección.
He de despertar a la pequeña suicida, precursora de todas, a
aquella que guarda en sí la tristeza real y asfixiante de la que hemos huido
por más de una década.
He de sentarme a su lado y escucharla por fin, he de
acunarla en mis brazos y mostrarle el mundo agonizante en el que vivimos, con la esperanza
de que desee quedarse en él.
Hemos de conversar, pues la siento cerniéndose sobre mí, siento
su gigantesco peso posándose sobre mi pecho, sin dejarme respirar.
Es solo una niña, que ha estado dormida demasiado tiempo.
Pero ha existido siempre.
Fortaleciéndose con mi miedo.