Solía imaginarme mi mente como una bodega eterna de archivadores apilados que se perdían de vista en el alto techo, muchos de ellos clausurados por el miedo que tenía de abrirlos, muchos otros estaban sumidos en la oscuridad de la negación y la vergüenza. Era una vista opresiva, que me hacía cerrar la puerta con temor a los monstruos que habitaban esos archivos.
Le temía a mi propia mente, y al límite de su resistencia, me aterrorizaba la pérdida de la cordura debido al dolor de la realidad. Pasaba mis días caminando por los afilados riscos de la razón metódica, temerosa de caer en los oscuros abismos que se abrían a mis pies.
Cuando el paso me falló, y nadie estuvo para sostenerme, caí a los abismos de la locura, solo para descubrir que estos no eran tales, eran valles y colinas de suave pasto, que acogieron mi caída con la calidez que habita en mis propias profundidades.
Fue la luz de mi nuevo entendimiento lo que iluminó el mundo.
La tristeza monstruosa y amenazante no era tal, era la cariñosa e implacable mano de la madre, empujándome a crecer en sus caminos. La verdadera suavidad llegó cuando renuncié a la esperanza, cuando abracé lo inevitable, cuando acepté la satisfacción que existe en mi propia resiliencia y mi inflexible implacabilidad.
Ahora, en mi espacio interno no hay rastro del ominoso y amenazante archivo. En su lugar, me recibe una cálida cabaña con una limitada biblioteca, de lo poco que elegí necesitar y salvar después de la caída a los abismales paraísos del descubrimiento, todos los libros han sido leídos y son guardados con amor. Ninguno me asusta, ni siquiera aquellos que se despiden con tragedia.
Puedo tenderme en los cómodos lugares para descansar y disfrutar del cálido sonido del agua correr, de los ronroneos tranquilos a mi alrededor y del espacio bañado por el cálido sol de la aceptación. Puedo comer los deliciosos manjares de la naturaleza y la moderación, puedo conversar con mi cuerpo y modelarlo con los esfuerzos de la disciplina, puedo respirar el aire puro sin la ranciedad de la infelicidad autoimpuesta.
La pesadilla está afuera, cuando me asomo a las ventanas polarizadas de mi cabaña cerrada puedo ver a los monstruos danzando descontroladamente alrededor de las hogueras en las que se cocinan los corazones tiernos, y mi resolución de sellar la puerta que me conecta con el exterior se fortalece cada vez más, especialmente cuando escucho sus lascivas garras golpear.
Todo el tiempo la calidez estuvo aquí, la verdadera aceptación, la satisfacción, la tranquilidad y la felicidad al despertar cada día, todo estaba en el propio interior. Que demenciales parecen ahora los esfuerzos por buscarla en el exterior.